AMÉRICA

 

"Sé que zarpaste de tu querida Ítaca hace ya tiempo, con el corazón en un puño y una armadura de láminas de bronce por bandera. Sé que navegaste sin rumbo fijo, a la espera de que una ola se llevase el recuerdo de sus bosques y sus playas, de su despertar entre las colinas.


Te fuiste con un puñado de arena en una mano y, en los ojos, el llanto salado de su mar, para así mantenerla imperecedera en tu recuerdo.


Durante mucho tiempo fue así, hasta que tu barco tropezó con una tierra lejana y desconocida, más allá del Atlántico, que creíste tuya por imaginarla deshabitada.

Cierto es que, durante tu viaje, tuviste la oportunidad de probar muchos sabores y perfumes de distintas tierras, pero ninguno como ese.

Era misterioso y exótico, como una mezcla agridulce entre la sal y la canela, la contradicción de la dulzura con el toque amargo de la pimienta negra.


La isla era muy distinta a las que habías conocido: era fría y tenue, reinaban valles frondosos, y los atardeceres no eran dorados, sino rojizos.

Cuando el sol se hundía en el mar, te quedabas sentado en la orilla admirando la luna de diamantes.

Brillaba tanto que era imposible imitar su reflejo.

Su tacto era punzante: no era tu luna de plata aterciopelada, la que adormecía las yemas de tus dedos con un cálido abrazo, pero llegaste a encontrar cierto placer en esa textura que, en ocasiones, rasgaba tu piel y hacía aflorar un murmullo de sangre.


Poco a poco, fuiste construyendo tu refugio bajo su luz y creaste un lugar seguro sobre su sombra.

Te adentraste en el corazón de sus comarcas y hallaste la belleza en el vacío, contemplando la nobleza en la austeridad de sus caminos.


Aquella isla siempre había sido ave de paso, pero, al conocer al transeúnte, se contagió de sus ganas de navegar y disfrutar de sus pasos sobre tierra firme.

El niño convertido en hombre se enamoró del mar turbulento y de las olas agitadas cuando las tormentas tropicales la invadían.

Durante los huracanes, miraba al cielo y le murmuraba a la luna que, a la noche siguiente, volvería a brillar, calmándola así en su tempestad.


Durante mucho tiempo, las aguas de la isla se tornaron mansas y cristalinas.

Sus praderas se llenaron de flores, y la luna iluminaba el camino por el que él se abría paso.


Una noche, el hombre convertido en niño (o viceversa) dejó de hablarle a la luna, y ella comenzó a extrañarle, provocando mareas que se acurrucaban en los dedos de sus pies cuando se hallaba descansando.


Mi querido forastero, lamento si mis aguas turbias nublaron tus pensamientos serenos, y si mis raíces, en su abrazo, te robaron noches de sueño.


Pero escúchame bien: cada rincón de esta tierra, cada brisa, cada piedra, ha sido tuya, solo tuya, completamente tuya.

Aunque tú siempre fueras del cielo, de ese azul que no se toca, que no se queda, que no se borra.


Puedes estar en paz, pues he guardado tu barco entre mis rocas más fieles, anclado y en calma, por si un día decides zarpar hacia donde tu alma te lleve.


Mientras tanto, yo he ido cosiendo mis alas rotas, una por una.

Aún duelen, pero al fin puedo volar.


Y hoy, con perlas en los ojos, soy yo, tu isla, quien elige partir.

No sé si este viaje tendrá regreso, pero de algo sí estoy completamente segura: mi luna siempre te seguirá.

No por mar, sino a lo lejos, por el capricho del viento.


Porque nací para volar.

Y el amor, ese amor que fue nuestro,

está hecho de viento.

De puro viento."




Malena García.


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